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Conejo con caracoles, un plato de antiguos peroles

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Recientemente alguien me contó un chiste que dice así: “¿sabes por qué los franceses comen caracoles? – no, ¿porqué?, dije yo- pues porque odian la comida rápida”. Me pareció no sólo muy ingenioso, sino además con hondas implicaciones en cuanto al tipo de comida que se consume hoy en día.

Contra la “comida rápida”, llamada en inglés «fast food», se ha generado un movimiento denominado «slow food», cuyo símbolo es, por cierto, un caracol.

En el manifiesto fundacional del movimiento internacional Slow Food, firmado en París en 1989 por los delegados de quince países, se propone contrarrestar la velocidad propia de estos tiempos, donde eficiencia se confunde con frenesí, y para ello se hace necesario disponer de unos cuantos placeres que proporcionen un goce lento, comenzando por los placeres de la buena mesa, una comida que redescubra la riqueza y los aromas de las cocinas locales. Slow food implica hoy un estilo de vida saludable, una concepción de un mundo mejor.

Escribir sobre la historia de los caracoles como alimento es hacerlo, unas veces, de las miserias y del hambre de la humanidad, y otras, de la excentricidad y el exceso.

La supervivencia de los primeros humanos fue consecuencia de convertirse en omnívoros, seres que devoraban casi todos los animales y plantas que encontraban, independientemente del lugar geográfico, orografía y tipos de clima.

Mientras unos iban de caza, otros, generalmente las hembras, se dedicaban a la recolección de todo lo que podía ser comestible. Los caracoles, fueron de los alimentos más consumidos por la facilidad a la hora recolectarlos, algo a lo que se podían dedicar los menos útiles a la comunidad, enfermos, viejos o niños, y donde aprendieron las técnicas necesarias para su preparación y cocción.

La práctica alimentaria de comer caracoles tiene su origen documentado en la antigua Roma. Se cree que los romanos fueron los primeros que realizaron preparaciones con caracoles, o al menos fueron los primeros en documentarlo en recetas. Los romanos consideraban la carne de este gasterópodo como una de las más delicadas.

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Tras la caída del imperio romano, una sombra inundó Europa, que se agravó en los países mediterráneos con la invasión musulmana que traía sus creencias religiosas, sus leyes y su cultura, que hizo cambiar las costumbres de sus habitantes.

Para saber de los caracoles he recurrido al historiador y filósofo, entre otras facetas, Ibn Jaldún (1332 – 1406), el cual organizaba toda la naturaleza en una escala, donde ocupaban el peldaño más bajo de los seres vivos los mariscos y los caracoles, porque sólo tenían el sentido del tacto, y estaban inmediatamente antes que la vid y el olivo, las mejores plantas, así que ocupaban el límite más pobre de los animales según su filosofía.

También los caracoles son mencionados sobre el primer milenio en una pregunta que se hizo a los doctores o ulemas sobre si eran comestible, ya que el Corán no los mencionaba, algo que quedó zanjado al proclamarlos animales repugnantes, lo que provocó que en toda el área dominada por los árabes, no tuviera la consideración de alimento, aunque, en tierras fronterizas se relajaran las costumbres, hasta el punto de que, según se cuenta, el rey taifa de Sevilla, Almutamid, degustaba un plato que consistía en un guiso de caracoles con conejo.

Los cristianos en España comían caracoles, en principio como alimento de emergencia, dadas las hambrunas que se pasaban en Europa, y después, con el paso del tiempo, estos moluscos entraron a formar parte de la gastronomía de cada región.

Actualmente los caracoles son un ingrediente muy popular en la gastronomía de España. En esta ocasión los cocinamos, como el rey Taifa de Sevilla, acompañando a un sabroso conejo.

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Ingredientes:

1 conejo
4 docenas de caracoles
2 cebollas medianas
4 tomates maduros
1 pimiento rojo sin piel
1 manojo de hierbas aromáticas
100 ml. de aceite
50 ml. de vino blanco seco
6 dientes de ajo
2 rebanadas de pan de la víspera
16 piñones
Pimienta negra
Sal al gusto

Preparación:

Partimos el conejo en trozos regulares y reservamos el hígado. Preparamos y lavamos los caracoles tal como ya expuse en mi receta de caracoles a la valenciana, un alimento nutritivo. Los ponemos a cocer durante 1 hora y los reservamos escurridos. También podemos comprarlos precocidos congelados o envasados al vacío.

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En una cazuela, calentamos aceite de oliva virgen extra y freímos ligeramente las dos rebanadas de pan junto con la mitad de los ajos y el higadillo del conejo. Cuando todo esté frito, lo retiramos de la cazuela y reservamos.

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Sazonamos el conejo con sal y pimienta, y lo rehogamos con el aceite en la misma cazuela durante unos minutos.

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Cuando esté ligeramente dorado, añadimos la cebolla previamente pelada y picada muy fina y el pimiento rojo en tiras. Incorporamos el «bouquet garnie» preparado con tomillo, romero, perejil y laurel.

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Continuamos el sofrito y añadimos el vino blanco, dejando que se reduzca en parte. Agregamos el tomate pelado y triturado y seguimos cociendo.

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Agregamos los caracoles al guiso y bañamos todo con caldo o agua sin que llegue a cubrirlo. Sazonamos con sal y dejamos hervir a fuego medio hasta que el conejo esté tierno, una 1/2 hora aproximadamente.

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Ponemos el hígado en el mortero junto con los ajos pelados, los piñones y el pan sofrito, y majamos hasta que adquiera la consistencia de una pasta homogénea. Incorporamos la picada al guiso y dejamos cocer otros 10 minutos.

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Comprobamos el punto de cocción y servimos caliente con una ración generosa de pan para mojar.

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El plato resultará más sabroso si lo preparamos la víspera. Espero que os guste y que lo disfrutéis.